Mi experiencia en empleos mediocres era amplia: vendedor
de seguros, chofer de refresquera,
fumigador de casas, cajero de un Oxxo, siempre picando aquí y allá, rara
vez llegando a los seis meses; no obstante, nunca mi orgullo había sido herido
hasta ese trabajo, al que llegué porque ya nadie quería contratarme y en donde
me tenía que disfrazar de botarga para una rosticería de pollos. A pesar del anonimato
no dejaba de sentir una especie de humillación al introducirme en ese disfraz
gastado y mugriento: cada día era una derrota renovada. Por lo sucio del traje,
me figuraba que alguno de mis antecesores aparte de entregar volantes se aventaba
al suelo tomando muy en serio su papel; la cresta, como una botarga de pollo
debe tener, se había desprendido hace tiempo y solo quedaban algunas hilachas
rojas, más al dueño del negocio parecía no importarle; aquella cosa en realidad
parecía un gorrión y así me refería al traje que, además, olía espantoso, sus años
de sudor acumulado me hacían dudar antes de ponérmelo y tenía que tomar el
valor de un buzo explorador de profundidades. Para colmo adentro era
insoportablemente caliente y me la pasaba sudando mares como si también girara
en el asador.
Estar
en la calle con un sol implacable no es gratificante, tampoco lo es ser
continuamente ignorado por la gente y saber que cuando una muchacha bonita te
mira es porque eres una botarga. Trataba de lidiar con aquel suplicio fumando
de vez en cuando un cigarro en el baño, buscando unos minutos de paz; no sin
que los comensales me vieran raro cuando pasaba al sanitario, pues les
extrañaba que un pollo de fieltro tuviera sus necesidades. Por otra parte, casi
siempre andaba con una resaca de los mil demonios y a pesar de que el dueño lo
notaba no me reñía, ya que en realidad yo era el tipo de empleado que necesitaba:
mi perfil de perdedor probado le aseguraba una mínima estancia laboral. De
cualquier modo, al final, no tuvo más remedio que correrme.
La cosa fue porque una noche estaba en
mi departamento preparándome un porro, ocasionalmente fumaba yerba y me habían dicho
que aquella era de la mejor e incluso, una rareza. Pude comprobar que era
cierto y no solo eso, estaba mezclada con algo más, algo potentísimo que me
produjo efectos contrarios a la relajación que buscaba. No dormí en toda la
noche en medio de alucinaciones. En la mañana, continuaba duramente bajo los
efectos crecientes de la droga, pero aun así cometí la imprudencia de acudir al
trabajo.
-¡Enrique mira como vienes!- Dijo mi
jefe detrás del mostrador de la rosticería.
-No pasa nada, adentro del gorrión nadie
me ve.- Respondí sin detenerme yendo directo a disfrazarme.
Me puse el traje, sentía que el tiempo discurría a otra
velocidad y note que la botarga despedía una especie de música, al colocarme la
cabeza la música retumbaba. Salí a entregar volantes inmerso en aquel sonido
como si yo fuera un gran orgasmo luminoso: estaba llegando la droga a su clímax.
Un acceso de felicidad me embargo y me entregué a la euforia de la danza, cruzaba
sin observar la calle, moviendo las alas como si volara o mejor dicho, yo
volaba. Aquello era hermoso, hundido en la mediocridad vivía una comunión con
el universo, mi caída hasta el fondo me transportaba a la cúspide. Mis
compañeros de trabajo tuvieron que someterme para evitar un accidente, al caer
se zafó la cabeza quedando frente a mí. Tirado sobre el pavimento sus ojos
negros y brillantes de botarga me miraban y yo le sonreía: el pico se abrió más
y más, la cabeza del gorrión se acercó a mí y el resplandor sonoro del amarillo
avanzó suavemente y me envolvió.
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